Leo llegó diez minutos antes, lo cual, en su vida, equivalía a una declaración de intenciones. Su colega Álvaro le había prometido que aquella reunión sería “pan comido”, que se trataba de “gente majísima” y que sería un “cliente fácil para empezar el año con buen pie”.
Con esa frase en la cabeza empujó la puerta de cristal de VelaMente, dispuesto a demostrar por fin que no era el desastre creativo que creía ser.
El aire del recibidor lo golpeó como un ladrillo: una mezcla incompatible de vainilla, coco, sándalo y algo que identificó, con absoluta seguridad, como melocotón en almíbar, le dieron la bienvenida. Una recepcionista vestida de lino le sonrió con lentitud mística.
– Bienvenido a VelaMente. Inhala… -dijo y Leo obedeció cogiendo una bocanada enorme de aire -… exhala. También obedeció.
Y ya entonces supo que Álvaro le había vuelto a engañar.
La sala de reuniones estaba dominada por una mesa de madera cruda y una colección de velas encendidas que parecía más un ritual que un pase de briefing. Allí le esperaban tres personas: el CEO, con mirada de gurú, la directora de marketing, que sostenía una vela encendida, y un becario que ya había anotado “Leo ha llegado” antes de que Leo se sentara.
– Gracias por venir -dijo el CEO, muy despacio, como si las palabras le pesaran-. Álvaro habla maravillas de ti.
Leo sonrió con inseguridad. Álvaro no contestaba a ninguno de los tres mensajes que Leo le había mandado en los últimos veinte minutos. Mala señal.
La directora de marketing depositó sobre la mesa una bandeja con pequeñas muestras, cada una con un nombre más desconcertante que la anterior.
– Esta es nuestra nueva colección -dijo-. Velas que representan estados emocionales contemporáneos. Leo leyó las etiquetas y tragó saliva: “Ansiedad proactiva”, “Ira educada”, “Optimismo intermitente”, “Tristeza funcional”.
– Queremos una campaña que traduzca todo esto en algo… elevado -explicó el CEO-. Espiritual, pero comercial. Íntimo, pero universal. Cotidiano, pero sublime.
Leo asintió. Lo único sublime era el mareo que empezaba a sentir.
– Y si puedes darnos algo viral, sin ser viral sería perfecto. -añadió la directora de marketing.
El becario siguió escribiendo: “Algo viral sin ser viral”.
Leo pensó en Álvaro. En bloquear a Álvaro. En quemar a Álvaro. Cuando llegó su turno para presentar, creyó que la suerte al fin le sonreía: había preparado un pequeño concepto, cuatro ideas iniciales, algo digno. Pero al abrir su carpeta, la pantalla mostró un enorme error en rojo: Archivo dañado.
-Un clásico -susurró, intentando no entrar en pánico.
Trató de improvisar. Cogió la bandeja de muestras para hablar de los valores, de la narrativa, de la metáfora olfativa. Pero las manos le sudaban. Mucho. Una de las velas se le resbaló. Y después, le siguió otra. Y cuando intentó recolocarlas con torpeza, no tuvo mucha suerte.
-Puedes acercarlas a ti -propuso la directora de marketing-. Las velas se abren cuando las acercas al corazón.
Leo, ya entregado al surrealismo, se acercó una y después otra. Fue entonces cuando ocurrió: una gota de cera caliente cayó justo sobre el catálogo corporativo. Apenas un puntito. Pero el puntito avanzó. Y luego otro cayó. Y otro. Y después, de la mezcla improbable de dos ceras – “Optimismo intermitente” y "Tristeza funcional” – salió una chispa pequeña, casi tímida, pero absolutamente real y el catálogo prendió fuego.
– ¿Está ardiendo? -preguntó el becario.
– Solo un poco -respondió Leo, que nunca había querido morir tan rápido. Intentó apagarlo con la mano, pero solo logró extender el fuego a la esquina de la bandeja. El CEO observaba la escena como si asistiera a un fenómeno espiritual.
– Interesante -murmuró-. El fuego creativo está manifestándose.
La directora de marketing reaccionó:
– ¡Agua! ¡Algo! ¡Lo que sea!
El becario trajo una botella medio vacía y la vació encima. El fuego chisporroteó, se retorció y finalmente murió con un ruido triste. El olor final fue una mezcla entre caramelo quemado y plástico caliente. Silencio. Leo respiró hondo, preparado para el despido, la burla, el fin de cualquier reputación que pudiera haber tenido. Pero el CEO sonrió. Una sonrisa amplia, preocupantemente amplia.
– Leo -dijo-. No esperábamos tanta… intensidad en una primera reunión. Pero nos ha gustado. Hay algo caótico en ti. Algo honesto. Algo que podemos canalizar.
Leo no sabía si aquello era un elogio, una amenaza o el inicio de un pacto con el diablo.
– Entonces, ¿seguimos en contacto? – preguntó él, con voz diminuta.
– Por supuesto -respondió el CEO-. Álvaro tenía razón. Eres prometedor.
Leo salió del edificio oliendo a doce fragancias incompatibles y con un catálogo chamuscado bajo el brazo. No estaba seguro de haber conseguido el cliente. Tampoco de haberlo perdido. Pero sin saberlo, esa reunión fue la chispa que encendió la mecha.lgo que identificó, con absoluta seguridad, como melocotón en almíbar, le dieron la bienvenida. Una recepcionista vestida de lino le sonrió con lentitud mística.
—Bienvenido a VelaMente. Inhala… —dijo, y Leo obedeció—… exhala. También obedeció.
Y ya entonces supo que Álvaro le había vuelto a engañar.
La sala de reuniones estaba dominada por una mesa de madera cruda y una colección de velas encendidas que parecía más un ritual que un pase de brief. Allí le esperaban tres personas: el CEO, con mirada de gurú; la directora de marketing, que sostenía una vela encendida; y un becario que ya había anotado “Leo ha llegado” antes de que Leo se sentara.
—Gracias por venir —dijo el CEO, muy despacio, como si las palabras le pesaran—. Álvaro habla maravillas de ti.
Leo sonrió con inseguridad. Álvaro no contestaba a ninguno de los tres mensajes que Leo le había mandado en los últimos veinte minutos. Mala señal. Sintió un pinchazo en el estómago; no era miedo, era esa mezcla tóxica entre inseguridad y expectativa que siempre lo acompañaba en silencio.
La directora de marketing depositó sobre la mesa una bandeja con pequeñas muestras.
—Esta es nuestra nueva colección —dijo—. Velas que representan estados emocionales contemporáneos.
Leo leyó las etiquetas y tragó saliva: “Ansiedad proactiva”, “Ira educada”, “Optimismo intermitente”, “Tristeza funcional”.
—Queremos una campaña que traduzca todo esto en algo… elevado —explicó el CEO—. Espiritual, pero comercial. Íntimo, pero universal. Cotidiano, pero sublime.
Leo asintió. Lo único sublime era el mareo que empezaba a sentir.
—Y si puedes darnos algo viral, sin ser viral, sería perfecto —añadió la directora de marketing.
El becario escribió en su libreta: “Algo viral sin ser viral”.
Leo pensó que, si sobrevivía a aquella reunión, quizá podría empezar a creer que no estaba tan roto como siempre pensaba. Pero primero tenía que sobrevivir.
Cuando llegó su turno para presentar, creyó que la suerte al fin le sonreía; había preparado un pequeño concepto, cuatro ideas iniciales, algo digno. Pero al abrir su carpeta, la pantalla mostró un enorme error en rojo: Archivo dañado.
—Un clásico —susurró, intentando no entrar en pánico.
Trató de improvisar. Cogió la bandeja de muestras para hablar de valores, narrativa y metáforas olfativas. Pero las manos le sudaban. Una de las velas se le resbaló. Luego otra. Al intentar recolocarlas, sólo empeoró la situación.
—Puedes acercarlas a ti —propuso la directora de marketing—. Las velas se abren cuando las acercas al corazón.
Leo, ya entregado al surrealismo, acercó una y luego otra.
Fue entonces cuando ocurrió. Una gota de cera caliente cayó sobre el catálogo corporativo. Apenas un puntito, pero avanzó. Otra cayó. Y otra. Y de la mezcla improbable de dos ceras —“Optimismo intermitente” y “Tristeza funcional”— salió una chispa tímida, pero real. El catálogo se prendió fuego.
—¿Está ardiendo? —preguntó el becario.
—Sólo un poco —respondió Leo, que nunca había querido morir tan rápido.
Intentó apagarlo con la mano, pero sólo logró extender el fuego a la esquina de la bandeja. El CEO observaba la escena como si asistiera a un fenómeno espiritual.
—Interesante —murmuró—. El fuego aparece cuando alguien está preparado, aunque aún no lo sepa.
La directora de marketing reaccionó por fin.
—¡Agua! ¡Algo! ¡Lo que sea!
El becario trajo una botella medio vacía y la medio vació encima. El fuego chisporroteó, se retorció y finalmente murió con un ruido triste. El olor resultante era una mezcla entre caramelo quemado y plástico caliente.
Silencio.
Leo respiró hondo, preparado para el despido, la burla, el fin de cualquier reputación que pudiera quedarle. Pero el CEO sonrió. Una sonrisa amplia, preocupantemente amplia.
—Leo —dijo—. No esperábamos tanta… intensidad en una primera reunión. Pero nos ha gustado. Hay algo caótico en ti. Algo honesto. Algo que podemos canalizar.
Leo no sabía si aquello era un elogio, una amenaza o el tipo de frase que escuchas justo antes de entrar en una secta sin darte cuenta.
—Entonces, ¿seguimos en contacto? —preguntó él, con voz diminuta.
—Por supuesto —respondió el CEO—. Álvaro tenía razón. Eres prometedor.
Leo salió del edificio oliendo a doce fragancias incompatibles y con un catálogo chamuscado bajo el brazo. No estaba seguro de haber conseguido el cliente. Tampoco de haberlo perdido. Pero mientras caminaba, tuvo la extraña sensación de que aquello no era el final de nada, sino el principio de algo que aún no sabía si quería.
Sin duda, esa reunión fue la chispa que encendió la mecha. Y lo que estaba por arder, no eran las velas.
Continuará el próximo miércoles.
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